El Negro Ortiz: la pelota siempre al 11

Por Víctor Gabriel Pradel.


La figurita número 34 del álbum “Super Fútbol” de 1979 lo definía perfectamente. Era el retrato caricaturizado del Negro Ortiz, luciendo la camiseta de la Selección Argentina, y de su mágico botín zurdo colgaba atada una pelota, mareada, asombrada y confundida, sudando, con la lengua afuera, la boca abierta y los ojos bizcos, desorbitados y enloquecidos.

Oscar Alberto Ortiz nació el 8 de abril de 1953 en Chacabuco, provincia de Buenos Aires. Cuando tenía 8 años su familia se mudó a Junín. A los 12 comenzó a jugar en el club BAP (Buenos Aires al Pacífico) donde debutó en primera a los 15 años. Su extraordinaria habilidad llamó la atención de los captadores de talentos de la zona. Tuvo ofrecimientos para ir a jugar a Estudiantes  y Atlanta. Pero el joven “Beto” (todavía no era el “Negro”) no quería saber nada. No tenía el más mínimo interés: “Yo no tenía ninguna intención de viajar a Buenos Aires, yo quería jugar al fútbol en el potrero, no me interesaba ser profesional”. Hasta que llegaron dos delegados de San Lorenzo y fueron a hablar directamente con su madre: “Mi vieja me apuró: ‘O trabajás o estudiás o jugás al fútbol, decidite, acá los señores dicen que tenés condiciones para el fútbol'». Fue un sábado. El lunes se subió a un tren y el miércoles le hicieron una prueba.

Llegó a Boedo a principios de 1969, de la mano de un señor de apellido Melillo (padre de un jugador de la cuarta división). Lo probó el maestro Ernesto Duchini. Jugó 15 minutos, metió 3 goles y salió porque tenía una molestia en una pierna. Pero fue suficiente. Le dijeron que vuelva a Junín a buscar sus cosas y regrese inmediatamente. Lo ficharon para jugar en la séptima, como número 10.

En su presentación en sociedad, en la revista “El Ciclón”, contó cómo eran sus características de juego: “Antes gambeteaba mucho. Duchini me enseñó a ser más generoso con los compañeros y me hizo practicar mucho con la pierna derecha, que no domino bien. Considero que ese es mi defecto capital, mientras que para mí, la mayor virtud que tengo es estar siempre en el gol”. En aquella primera nota periodística expresaba también su admiración (igual que todos los pibes de la época que jugaban en las inferiores del Ciclón) por el talentoso Toti Veglio.

En esa primera temporada jugó poco por un problema de salud. Pero sus notables condiciones no pasaron inadvertidas y en 1970 San Lorenzo decidió adquirir su pase definitivo. Con ese objetivo viajó a Junín el histórico dirigente Francisco “Pancho” Angotti, el mismo que descubrió al Loco Doval y al Bambino Veira.

La operación no fue sencilla. El club BAP pidió la considerable suma de 3 millones de pesos por la transferencia. Una suma exorbitante para un jugador de divisiones inferiores. San Lorenzo hizo una contraoferta y al mismo tiempo surgió una nueva variante para negociar. El BAP necesitaba ampliar sus instalaciones y se interesó en unos terrenos pertenecientes al ferrocarril. San Lorenzo como institución utilizó sus influencias para que el club juninense pudiera obtener dichos terrenos. Finalmente acordaron el pase en dos millones de pesos y la realización de dos partidos amistosos, uno en Boedo y otro en Junín.

Se fue a vivir a la pensión de la abuela Catalina, en la calle Balvastro, a 7 cuadras del Gasómetro, junto con Victorio Cocco, el Lele Figueroa y otros chicos de inferiores que venían del interior. Entre ellos Raúl de la Cruz Chaparro, otro promisorio talento, con quien formó una gran sociedad futbolística. Ortiz la descosió jugando de 10, primero en la sexta y después en la quinta. Estaba en esa categoría cuando un empresario ofreció 5 millones de pesos para llevárselo al fútbol español. Los dirigentes rechazaron la oferta. Era la joya del semillero azulgrana. Ya era “El Negro” y su nombre comenzó a generar expectativa en los pasillos del club.

La revista “El Ciclón”, que presentaba a las jóvenes promesas en un recuadro, a Ortiz le dedicó una página completa ilustrada con una foto de cuerpo entero. La nota se titulaba :“Una burla, tres amagues, un túnel. Oscar Ortiz, 18 años y una cita con la vida”.

– “Creémelo, no es camelo, yo no estoy engrupido por el ruido que se ha hecho conmigo. Simplemente siento mayor responsabilidad porque sé que hay gente que viene a observarme como si yo fuera un fenómeno. Es que algunos me creen el eje de una cosa que no se consigue así nomás: un equipo. Pero yo no me las doy de crack. Si lo fuera estaría en primera”.

– “Los que me conocen saben que yo no cambié. No, no quiero sobrar a nadie pero si puedo meter 20 caños en un partido los meto. Es que me divierte hacerlo. Porque el fútbol es un juego ¿no? Le pregunto porque como ahora hablan tanto de trabajo y qué sé yo. Hago esto porque no me gusta trabajar. Sí, ya sé dirás que soy un vago. Ocurre que yo sé hacer muy pocas cosas y solo el fútbol -aparentemente- me abre las puertas a una posibilidad: la de ser económicamente alguien. Yo sé lo que valgo, quiero intentar al menos ser un buen jugador de fútbol. Si no…no voy a ser nadie”.

El reportaje sorprende por la personalidad y las convicciones de un chico tan joven y por lo profético de sus palabras. Pocos días después Ortiz debutó en primera. Y tiró su primer caño…

El mismo Pancho Angotti que lo había ido a buscar a Junín, llevó a ver a las inferiores al director técnico de la primera, Rogelio Domínguez. Le dijo: “Hay un negrito que juega de 10 que la rompe, andá a verlo”. El rival era Boca, el negrito hizo tres goles y Domínguez lo citó para sumarse al plantel profesional, en lugar justamente de Veglio, quien había sido convocado para la Selección Argentina.

Su presentación en primera fue el miércoles 25 de agosto de 1971. En La Plata, San Lorenzo empató 0-0 con Estudiantes. El equipo platense venía de perder un par de meses antes la final de la Copa Libertadores y en el viejo estadio de 1 y 57 hacía pesar su localía. Era un debut complicado para el juvenil Ortiz, de solo 18 años, quien ingresó a los 5 minutos del segundo tiempo en reemplazo de Enrique Chazarreta. Los dirigidos por Bilardo jugaban al límite del reglamento y quisieron amedrentar al Negro para que se achicara de entrada. Primero Malbernat le dio la bienvenida con un violento codazo y después Carlos Pachamé lo golpeó alevosamente, en ambos casos sin ningún tipo de sanción por parte del juez. Pero el pibe, lejos de asustarse, redobló la apuesta. Atrevido e irreverente, lo encaró al experimentado Malbernat, le tiró un caño y le gritó gozoso: “Viejo, ¡cerrá las piernas o ponete sotana!”. Fue el primero de su inagotable fábrica de túneles. La primera humillación a un marcador de punta rival. Había mostrado las credenciales que lo iban a acompañar toda su carrera.

En su crónica del partido, la revista “El Ciclón” le volvió a dedicar un párrafo exclusivo con una foto: “Con fe y sin achicarse… El miércoles por la noche jugó los 40 minutos finales. Pretendieron amedrentarlo y no pudieron. Jugó con esa fe que lo caracteriza y suele ser patrimonio de los verdaderamente capaces. Aún es temprano para opinar sobre Ortiz, jugador de primera, pero a los 18 años en fútbol se empieza a definir el hombre. Esa irreverencia  de chiquilín al hacerlo un caño a Malbernat señala que hay pasta. Eso y otras cosas. Por supuesto que para llegar a ser “de primera” falta, pero está la base. Capacidad, seguridad, fe, ausencia de temores y traumas”. 

El debut fue por la fecha 30 del Campeonato Metropolitano 1971. En la siguiente, victoria 2-1 sobre Newell’s en el Gasómetro, jugó de titular, ya con la camiseta número 11. En ese torneo disputó un partido más. En Avenida La Plata, San Lorenzo le ganó 3-1 a AAAJ con una delantera notable: el Gringo Scotta, el Ratón Ayala y el Negro Ortiz. Volvió a jugar otro encuentro, ya en el Nacional 1971. Pero entonces ocurrió un imprevisto. En el mes de noviembre, Futbolistas Argentinos Agremiados convocó a un paro por tiempo indeterminado. El sindicato le reclamaba a la AFA que reconociera a los jugadores como trabajadores comunes (y no deportivos). La huelga se extendió durante tres fechas del torneo, en las cuales los clubes presentaron equipos formados íntegramente por pibes de las divisiones inferiores. Ortiz era juvenil, aún no tenía contrato profesional, pero como ya era parte del primer equipo, tampoco se presentó a jugar.

Los dirigentes no se lo perdonaron y lo echaron de la pensión. Se fue a Junín con la intención de no volver más. Lo llamaron tres veces y jamás respondió. No se hacía ningún problema. Si nunca jugaría profesionalmente, iba a ser feliz jugando a la pelota en el potrero. Pero el cuarto llamado no fue de los directivos de San Lorenzo. Desde la AFA le informaron que estaba convocado para integrar la Selección juvenil argentina que iba a disputar el Torneo Internacional de Cannes 1972, antecedente directo del actual Mundial Sub-20. El Negro decidió salir de su auto-exilio: -«Listo, voy, conozco Francia y después me vuelvo a Junín. Fui a Francia, pero cuando volví me estaban esperando 4 dirigentes de San Lorenzo en Ezeiza y me llevaron derecho a la concentración del club”.

1972 fue el gran año de San Lorenzo. El cénit de la era dorada del club. Por primera vez en la historia del fútbol argentino, un equipo logró el bicampeonato, exhibiendo a lo largo del año una superioridad aplastante sobre sus rivales. El Toto Lorenzo fue el creador de una máquina poderosa, con un juego mecanizado no exento de talento y calidad. El plantel era magnífico, con delanteros de alto calibre: Héctor Scotta, Rubén Ayala, Carlos Veglio, José Sanfilippo, Luciano Figueroa y el Lobo Fischer, que fue transferido durante el transcurso del Metropolitano, cuando era el goleador del campeonato. Con tantas estrellas, el juvenil Oscar Ortiz debía esperar su chance. Mientras tanto jugaba en el equipo de tercera división, que en una excelente campaña, también salió campeón. El Negro fue una de las figuras, convirtió un gol en el último partido contra Vélez y dio la vuelta olímpica en el Gasómetro, junto a otro pibe de promisorio futuro: el capitán del equipo, Jorge Mario Olguín. Ninguno de los dos imaginaba que solo dos años después darían otra vuelta, ya en la primera de San Lorenzo. Ni mucho menos que seis años después, en 1978, volverían a repetir el rito máximo del fútbol, pero levantando la Copa del Mundo con la camiseta de la Selección Argentina.

En el Nacional del ’72 San Lorenzo continuó arrasando. Igualó la hazaña que cuatro años antes habían logrado los Matadores y salió campeón invicto una vez más. El equipo del Toto Lorenzo, con 11 triunfos y 3 empates, alcanzó una efectividad de más del 89% de los puntos disputados, récord que al día de hoy sigue siendo el máximo de la historia. Por la tercera fecha, El Ciclón goleó 5-0 a Lanús en Boedo y Ortiz jugó de titular, como número 11. Volvió a tener minutos en la penúltima fecha, ingresando por Ayala en el 3-0 a Huracán en cancha de Racing y se dio el gusto de entrar (también por el Ratón) en la histórica final contra River, en Vélez, cuando San Lorenzo logró el título al vencer 1-0 con el inolvidable gol de Lele Figueroa.

En 1973 tuvo mucha más continuidad. Jugó dos partidos por la Copa Libertadores y ya en el Metropolitano el Toto Lorenzo lo empezó a poner de titular, utilizándolo como cuarto volante. Jugó 26 partidos y en la fecha 15 convirtió su primer gol en primera. Fue el 3 de junio, en el Gasómetro y el rival, casualmente, el mismo de su debut, el Estudiantes de Bilardo. San Lorenzo lo goleó 4-1 y el Negro abrió el marcador con una hábil maniobra personal. En ese torneo San Lorenzo terminó tercero. En el Nacional (bajo la dirección técnica primero de Luis Carniglia y luego de Osvaldo Diez) jugó 10 partidos y gritó tres goles más: River, Juventud Antoniana y Racing, todos en forma consecutiva, en las tres últimas fechas de la fase de grupos. Sus destacadas actuaciones ayudaron al equipo a clasificar para el cuadrangular final, contra Central, River y Atlanta.

– “En el estilo de fútbol que practica ahora San Lorenzo me encuentro cómodo. Es el que me gusta. Y pienso que es el auténtico. Tocar, rotar, intentar tener el balón siempre uno, sin dejárselo al rival. El que tiene la pelota generalmente maneja el partido”… «Cuando uno hace lo que sabe, las cosas tienen que salir bien. A veces te quitan la libertad y te pueden frustrar. A muchos buenos futbolistas les pasó. Este equipo juega fútbol y sale a ganar sin especulaciones. Me gusta por eso«.

Las palabras del joven crack destilaban optimismo. El Ciclón era el candidato para llevarse el título pero perjudicado por los arbitrajes se pinchó en la ronda final. De todas maneras, al año siguiente tendría revancha.

1974 arrancó complicado. En el Metropolitano la campaña fue mediocre. Arrancó dirigiendo Osvaldo Diez quien se tuvo que ir reemplazado por Osvaldo Zubeldía, que llegó precedido de varios éxitos, pero tampoco pudo sacar al equipo del pozo. Ortiz fue uno de los pocos que mantuvo el nivel; jugó 17 partidos y le convirtió un gol a Newell’s. Pero en el Campeonato Nacional todo cambió. Se vio la mano del entrenador, que armó un team sólido y efectivo. El Negro Ortiz asegura que Zubeldía es el mejor técnico que tuvo en su carrera:

– “Al Huevo le costaba transmitir lo que quería pero veía muy bien el fútbol, sabía quién era el jugador clave del otro equipo, por dónde pasaba todo. Una noche, después de cenar, me dijo: Vamos a estar 30 días concentrados acá, ninguno da como favorito a San Lorenzo pero si usted se cuida y practica bien, se la tira al Gringo (Scotta) y somos campeones, no tengo dudas’. Tal cual, así pasó«:

San Lorenzo fue el justo y merecido campeón del Nacional ‘74. Ortiz fue una de las figuras consulares. Jugó 25 partidos e hizo 4 goles. Dos en la fase de grupos: a Aldosivi y a Godoy Cruz, ambos similares, con remates de media distancia, tras recibir de Telch a la salida de un tiro libre (lo cual evidencia otra virtud del zurdo, su notable pegada); y dos goles más en el octogonal final, que definió el torneo: uno en el 2-1 a Newell’s y el otro en el 3-2 a Ferro, en el último partido, el de la vuelta olímpica. Fue el tercer gol, el que aseguró el título.

Para 1975 Oscar Alberto Ortiz era ya el mejor wing izquierdo del país. César Luis Menotti no se resistió a sus endiabladas gambetas y lo citó para integrar la Selección Argentina. El 18 de julio, en un amistoso contra Uruguay en el Centenario debutó con la albiceleste, con la 11 en la espalda: el 10 era Alonso y el 9 Bochini.

Aquella temporada fue el pináculo de la formidable carrera del Gringo Scotta. El fabuloso goleador batió un récord que aun hoy se mantiene imbatible: hizo 60 goles en un año. Según Toscano Rendo, el técnico durante parte de la campaña, 45 de esos 60 goles de Scotta vinieron por centros de Ortiz. La pelota siempre al 11.  La hazaña es aun más meritoria teniendo en cuenta el contexto: San Lorenzo tuvo un Metropolitano muy pobre. Los malos resultados se comieron a Zubeldía primero y después a su reemplazante, el uruguayo Roberto Scarone, un técnico que mandó al habilidoso wing a marcar al 4 rival: «Que se vaya, yo no lo voy a marcar, que me marque él a mí, o que me den la pelota y voy a estar solo». Con la conducción de Alberto Rendo se generó una levantada que culminó con el tercer puesto en el Torneo Nacional. En el Metro, Ortiz jugó 36 partidos e hizo 4 goles (Central, All Boys, Gimnasia y Vélez) y en el Nacional jugó 16 y marcó 5 tantos (Alianza de San Juan, Huracán, Ferro, Atlético Tucumán y Temperley). Fue tan productiva la sociedad entre el Gringo y el Negro, que la hinchada cantaba “Tomala vos, damela a mi, están bailando con Scotta y con Ortiz”.

Pero llegó 1976, el inicio de la era oscura de San Lorenzo. Ya había comenzado el desmantelamiento del plantel de estrellas que tantas alegrías le dieron al pueblo azulgrana. El Toti Veglio y la Oveja Telch, se fueron libres a fines del ’75 y Scotta y Ortiz eran ofertados con un tachito en la cabeza. Al mejor de los wines argentinos lo vinieron a buscar del país de los wines. En el mes de marzo, el Gremio de Porto Alegre se llevó a Ortiz por 175.000 dólares (Scotta se terminó yendo al Sevilla en agosto, por 275.000 verdes).

El  Negro se llevó sus gambetas a Brasil pero al cabo de una temporada regresó al país. En esa época (todo lo contrario a la actualidad) los futbolistas que jugaban en el exterior no eran convocados a la Selección Argentina. Y se acercaba el Mundial ’78. Gremio lo quiso vender a España pero él se negó, ya era parte del ciclo de Menotti y quería jugar acá para no perder su lugar en el seleccionado. Y apareció una oferta de River. En el club de Nuñez jugó entre el ’77 y el ’81 y logró 4 títulos. Tuvo un paso fugaz por Huracán y se retiró del fútbol grande en 1983, prematuramente, con solo 29 años, en Independiente, siendo parte del plantel que ganó el campeonato Metropolitano (y teniendo como compañero, una vez más, a Jorge Mario Olguín). Después probó suerte en fútbol Indoor de USA, en el Wichita, y colgó definitivamente los botines en el Unión Apeadero de Saladillo, con el León Espósito, donde también salió campeón. Si, en Argentina, en el único club donde no ganó ningún título fue en Huracán…

Con la camiseta de la Selección Argentina jugó 23 partidos e hizo 2 goles (a Bulgaria y a Irlanda). Estuvo presente en 6 de los 7 partidos del Mundial 1978, la primera estrella conquistada por nuestro país. Fue protagonista de una jugada icónica, que pudo cambiar la historia, al perderse un gol increíble en el empate 0-0 contra Brasil. Su remate con tres dedos de zurda salió lamiendo el palo. En una ucronía, de haber convertido el gol, Argentina hubiese clasificado para la final sin necesidad de tener que golear a Perú y todas las suspicacias que rodearon a ese partido jamás habrían existido.

Oscar Alberto Ortiz jugó 142 partidos con la gloriosa casaca azulgrana, convirtió 18 goles y ganó 3 campeonatos. Con el paso de los años siguió vinculado al Ciclón, mostrando su calidad en torneos de veteranos primero y luego trabajando en el club, junto a otras glorias, como el Sapo Villar, el Gringo Scotta y el Tano García Ameijenda, enseñándoles a los pibes del recreativo.

El hombre de personalidad rebelde, que desde los 15 años fumaba dos atados de cigarrillos por día, a quien la madre lo obligó a jugar, dice que nunca fue un profesional, que a veces no tenía ganas de jugar y asegura haber sido futbolista accidentalmente. Se había propuesto retirarse a los 25 años, después de ganar el Mundial ’78, pero otra vez su madre fue quien le pidió que siga. Para él haber sido campeón del mundo también fue un accidente. Un rara avis del fútbol.

Pero el recuerdo que dejó en las retinas de todos los cuervos que lo admiraron y lo disfrutaron es eterno e inolvidable. Cuando agarraba la pelota la gente se paraba para mirarlo y hasta algunos al terminar el primer tiempo, se cambiaban de tribuna solo para ver más cerca a ese equilibrista de la raya de cal, que avanzaba tejiendo filigranas ante el desconcierto de sus marcadores. Se paraba de frente al lateral y avanzaba pasándose la pelota de un pie a otro, con toques cortos, del pie zurdo al derecho y viceversa, y de repente salía disparado hacia el costado, donde se iba a frenar para volver a enganchar y hacerlos pasar de largo. Después culminaba su obra desbordando y  tirando centros perfectos para que sus compañeros solo la tuvieran que empujar. Todos sabían que lo iba a hacer, pero nadie podía frenarlo. Sabían que la iba a mostrar, que la iba a pisar, amasar y esconder y de golpe iba a salir para el lado impensado. El Negro siempre los encaraba y pasaba por donde era imposible pasar. Y era guapo, le pegaban, se la aguantaba y los volvía a encarar. La pesadilla de los marcadores de punta (algunos de ellos fueron reemplazados en el entretiempo) que se quedaban clavados mirando desde atrás cómo se les volvía a escapar el de la 11 en la espalda, impotentes ante los indescifrables amagues y las endemoniadas gambetas de la zurda mágica que la tenía atada.

Bailados, mareados y enloquecidos, como la pelota de la figurita…


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