La Vuelta a Boedo, esa gesta que me enseñó a luchar

Identificar el día en que me enamoré de San Lorenzo no es sencillo: desde que tengo uso de razón que mis recuerdos están teñidos de azulgrana, en principio por herencia paterna y después por el amor que siempre tuve por el fútbol. Es por eso que, con siete u ocho años, en cada “arco a arco” que jugaba con mi hermano en el patio de casa, me convertía en Sebastián Saja o en Bernardo Romeo, según el rol que me tocara ocupar.

Quizás podrían ser aquellas primeras veces de cancha, como el triunfo por penales ante Racing, en el “Cilindro” de Avellaneda en la Copa Sudamericana del 2002, que después llegaría a nuestras vitrinas, o las tardes en el Nuevo Gasómetro, el estadio que nació el mismo año que yo, en 1993, lo que afianzó mi pasión.

Pero no, más allá de todo eso, creo fervientemente que el día que más me enamoré de San Lorenzo y de su gente, fue el 12 de abril de 2011, la primera de las movilizaciones a la que asistí por la Vuelta a Boedo, con 17 años y muy poca información sobre el tema, pero con la certeza rotunda de que ese era nuestro lugar y yo tenía que estar ahí, por más utópico que me pareciera el objetivo.

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A esa tarde de abril las siguieron muchas más, y el compromiso cada día lo sentía más adentro. No, no pisé el Viejo Gasómetro, ni cerca estuve de hacerlo. Pero no hacía falta. Con el paso del tiempo fui entendiendo que la causa iba mucho más allá, que la lucha era por justicia, por pertenencia y por el barrio, al que le arrancaron el corazón en esa etapa oscura de la Argentina.

Porque el Gasómetro era eso, San Lorenzo en Boedo era una Universidad popular, como dijo alguna vez el gran Adolfo Res, y eso volverá a ser. Todavía me acuerdo cuando mi abuela, Olga, me contaba de los carnavales en Avenida La Plata y de lo que sufrió cuando nos arrebataron nuestra casa, a pesar de no ser hincha de San Lorenzo y de no tener ningún interés por el fútbol.

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Pero volviendo a las marchas, todas fueron inolvidables, ya sea en la Legislatura o en la Embajada de Francia, o el 8 de marzo del 2012, cuando más de 110.000 cuervos y cuervas copamos la Plaza de Mayo por un reclamo que ya no tenía vuelta atrás. Recuerdo, también, la gran expectativa que tenía por la movilización del 22 de noviembre del mismo año, el día que se votaría el proyecto.

Sin embargo, quizás para evitar la marea azulgrana que iba a inundar las calles en las inmediaciones de la Legislatura porteña, la votación se adelantó al 15 y esa noche, junto a mi hermano y a un amigo que me regaló el “Ciclón”, llegamos justo para escuchar el rugido ensordecedor, abrazarnos y celebrar que el Proyecto de Restitución Histórica se había convertido en Ley.

Ese día sentí, además de la emoción lógica del sueño cumplido, que había hecho un click. Que todo lo realizado cuando las cosas parecían imposibles, cobraba sentido. Que ante un reclamo que era justo, genuino y real, no había forma de decirnos que no a los cientos de miles que peleamos codo a codo, que pusimos plata sin ver un solo ladrillo y que creímos en Adolfo y esos “locos”, como Diego Res, Marcelo Culotta y Daniel Peso, que bancaron la parada. Porque «las grandes obras las sueñan los genios locos, las ejecutan los luchadores natos, las disfrutan los felices cuerdos, y las critican los inútiles crónicos», no tengo dudas.

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La recuperación del predio el 1 de julio del 2019 fue otro hecho que quedará grabado a fuego en mi memoria, tanto como la semana previa, que fue una verdadera catarata de emociones. En esos días me di cuenta, ya con 25 años, que el pibe de 17/18 que empezó a soñar con ese momento, todavía no sabía nada de las luchas populares, de los logros que se consiguen en la calle, peleando, y aun así confió. Y ya no volvió a ser el mismo, porque aprendió. Hoy puedo decir que la Vuelta a Boedo fue la gesta que me enseñó a luchar.

Escribo estas líneas en medio de la pandemia del coronavirus que pareciera dejar todo en segundo plano, que nos obliga a estar en casa y nos prohíbe juntarnos para exigir que, de una vez por todas, se dé el siguiente paso para volver a tener el estadio en Avenida La Plata.

Pero nuestra lucha sigue más vigente que nunca y el grito de “Sí a la Ley de Rezonificación”, sea como sea, se tiene que oír con la misma o más fuerza que antes. Es nuestro compromiso, por los que partieron, por los que se están yendo y por los que vendrán. Al fin y al cabo, eso es lo que aprendí, y lo vamos a lograr.

Por Federico Giannetti

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